lunes 3 de
septiembre de 2007
Insomnio
¿Conoce usted a
alguien que no tome pastillas para dormir? Sí, hombre, el famoso Orfidal, por poner un ejemplo. O ese mazazo
que llaman Rohipnol que todo es
ingerirlo y entrar en coma profundo. Ingente es el arsenal y fabuloso el
negocio, pero todo es inútil, el mundo sigue insomne. Insomne y contando
ovejas. O identificando sonidos, que nunca deja de haberlos. O mutando en
obsesiones las simples preocupaciones de una vida anodina. Y no hay nada que
hacer: el mejor colchón del mundo, las ventanas más herméticas, los ejercicios
relajantes, los programas de las cadenas televisivas españolas, las palizas por
el campo o en el gimnasio, o las dichosas pastillas más allá de las primeras ingestas, en fin, lo que sea que se te pueda
ocurrir, y de nada sirve si no es para un primer sueño que puede ser profundo,
pero siempre breve.Y digo yo: ¿a qué será debido este flagelo de la humanidad? ¿habrá sido siempre así? ¿afectará a todo el mundo o sólo a los opulentos? Incógnitas todas ellas que a buen seguro tienen ya resueltas las populosas mesnadas de sociólogos, sicólogos y mangantólogos diversos, que asolan el pensamiento de las llamadas sociedades desarrolladas.
Sí, así va el mundo: muchos son los que dan respuestas, pero pocos o nadie los que tienen soluciones. Respuestas estúpidas, soluciones peligrosas.
Y yo, con estos pelos, ¿saben lo que hago? Exprimo los últimos residuos de voluntad y me levanto de la cama. Y me siento frente al ordenador y me pongo a escribir estas tonterías.
martes 4 de septiembre de 2007
Alzheimer puede que
no, pero locura, más que probable. Y es que después de diez años usando
Internet tengo la cabeza convertida en una especie de empanada rellena de
contraseñas. Si alguien me hubiese dicho hace diez años que iba a necesitar una
contraseña para transitar por la vida le hubiera tomado por un chalado. Eso
eran cosas propias del Super Agente 86 y de nadie más. Bueno, tenía el número
de la Visa, pero ahí acababan todos mis secretos. Pero, ahora, ¡madre de dios!,
qué dislate. Bancos, periódicos, tiendas, blogs, y un sinfín de cosas más, todo
tiene su clave de acceso. Y algunos te dicen que la cambies con frecuencia por
razones de seguridad. Uno procura hacerlas coincidir y lleva una rigurosa
gestión del asunto, pero no hay forma. Lo que en un sitio es password en otro
es nombre de usuario, y si no login. Y todo se entremezcla y de continuo
aparecen esas letras en rojo que avisan de que algo has hecho mal. Y vuelta al
"¿ha olvidado su contraseña?". Y la memoria venga a hacer gimnasia, aunque
sospecho que ya va siendo poca para albergar tanto código secreto y necesita
deshacerse de otras informaciones más valiosas para dejar sitio. Sí, sí, la de
nombres que he olvidado. Con lo erudito que era antes, que por menos de nada
dejaba boquiabierta a la concurrencia. Ahora, nada, todo son lagunas y fallas
del lenguaje, que ni un afluente del Tajo recuerdo. Pero, en fin, lo que en
definitiva cuenta es que ejercito la memoria, lo cual, a estas edades, según
dicen, aleja el espectro del Alzheimer. Aunque no sé si creerlo.
jueves 6 de septiembre de 2007
Lo que tiene tener
que inventarse el qué hacer de cada día. Ayer tocó conseguir un paragüero para
poner un poco de orden en la entrada de la casa. Una tontería, si bien se mira,
porque un par de palos y un paraguas apoyados en la pared no constituyen en ningún
caso desorden alguno. Pero les tocó el turno de ser la excusa encontrada para
rescatarme por unas horas de las insufribles fatigas de la ociosidad, que
diría, ya saben, Holmes. Tenía muy arraigada la idea de que el trasto en
cuestión debería ser de cerámica. La cerámica, tan primigenia, tan étnica y
decorativa, que por eso les gustó siempre tanto a los progres. Lo que no es mi
caso, que, para mí, todo lo que no sea utilidad me la trae al pairo. Y un
cilindro de cerámica ciego por uno de sus extremos y de las dimensiones
adecuadas tiene el peso suficiente como para pensar que no puede haber sido
concebido para otra cosa que para ser paragüero. Total, que de andar navegando
por la red sabía que en Paredes de Nava había unos cuantos ceramistas en
activo. Los últimos de Filipinas, decía la noticia. Así que me fui para Paredes
de Nava. Por cierto que, curioso nombre el de Paredes de Nava. Las paredes por
ningún sitio y la nava, sí, terreno llano que algún día pudo ser pantanoso,
pero en ningún caso entre montañas. En fin, hay miles de topónimos por toda
España que utilizan de una forma u otra la nava para constituirse. Y unas veces
están entre montañas y otras no, pero siempre en una llanura. Lo he comprobado
personalmente. Y ya, puestos a divagar, añadiré que la dichosa nava es una
palabra vasca, lo cual, una vez sabido, me hizo ponerme en guardia, no fuese a
ser que ahora los aberzales reivindiquen para sí todos las navas que hay en
España, incluidas las de Tolosa, y hagan estudiar vascuence a todos los niños
que habitan en esas peculiaridades geológicas. En España todo puede ser.
Llegué a Paredes a
media mañana y pregunté por los ceramistas. No me costó dar con ellos. Dos
hermanos que tienen taller y vivienda pared con pared -de ahí Paredes, quizá-.
El primero, con la típica cola de caballo de los rokeros que nunca mueren
estaba de cháchara con un cura viejo del lugar. Al cura, si no le llegan parar,
queda al corriente de toda mi vida y milagros; tal era su desparpajo al
interrogar -los años de confesionario, supongo-. El rokero hacía unas figuras
de color marrón muy vistosas pero que para nada se adecuaban al propósito que
allí me llevaba. Así que nos fuimos para donde su hermano, un tipo hacia los
cincuenta de aspecto anodino y tirando a agradable. Estaba trabajando en su
taller en compañía de sus dos hijas veinteañeras. "Que suerte
tienes", le dije, en verdad, más por halagar que por convencimiento. Me
enseñó lo que tenía por allí y una de las piezas me pareció que se podía
acomodar perfectamente a la función pretendida. Cuanto, le pregunte. Setenta,
me respondió. De acuerdo, me lo llevo. Un poco caro el capricho, pero más caro
me hubiese resultado echar el viaje en saco roto.
Dejé el ya paragüero
en el maletero y me fui a ver el pueblo. Lo primero que me llamó la atención,
por inaudito, la limpieza que reinaba por todas las partes. Lo segundo, todo el
lugar es una maravilla digna de ser vista. Y lo digo yo que detesto el turismo.
Para empezar, me fui al bar porque me estaba meando. Meé y pedí un café. Mientras
esperaba que me lo pusiesen, me di cuenta de que tenían unas tapas de huevo
frito con patatas y chorizo con una pinta irresistible. Pedí una. Salí de allí
debidamente reconfortado. Justo enfrente, la iglesia, tan fantástica como
tantas que hay por Castilla, pero ésta con una curiosidad: en uno de los
laterales de su nave central hay una pequeña espadaña con una campana que da
las horas; debajo de la campana hay un ventanuco por el que asoma un personaje
tocando la guitarra. Por lo visto, hasta no hace mucho, el guitarrista hacía
alguna gracia cada vez que sonaba la campana. Ahora el viejo mecanismo está en
el museo local. Museo que, por cierto, no es museo si no Centro de
Interpretación. ¿Ajá, esta es la mía!, me dije al ver lo de Centro de
Interpretación. Y me fui derecho al encargado del Centro a preguntarle que de
dónde ha salido esa figura de tanto éxito que es que no hay pueblo que no tenga
el suyo: Centro de Interpretación del Hombre Pez, C. de I. de las Salinas, del
molino, de lo que sea que queden restos de antiguas actividades o leyendas. El
tipo no tenía ni idea de donde ha salido pero me explicó muy bien lo que se
pretendía con ellos: distraer un rato a los turistas; el rato de ocio que hay
entre tomar algo en un bar y comer en un restaurante. En cualquier caso, el de
Paredes es una pasada, se lo juro. Es un cacho iglesia habilitada al efecto y
con multitud de restos y paneles explicativos. Romanos, vaceos -ahora, con el
rollo ese de la "identitat", nos han salido antepasados desconocidos
por todos los sitios-, Berruguetes, etc.. Ayer había una exposición increíble:
doscientos cincuenta modelos de palomar hechos en cerámica y de una perfección
casi superrealista. El que los ha hecho, sin duda ha dedicado a ello todos los
ocios de su vida. Le envidio no sólo por los resultados si no, sobre todo, por
lo bien que se lo ha debido de pasar.
En fin, no sigo. Me
vine para casa con el paragüero, más contento que unas pascuas. Lo coloqué y
ahí lo tienen.
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