jueves 30 de agosto de 2007
Para
un tipo como yo que siempre ha sido tirando bastante a plasta, un sitio como
éste, un blog que le dicen, es el invento ideal para poder largar sin padecer
la dolorosa sospecha de que estas dando la lata soberana y no te cortan por
pura y simple misericordia. Porque siempre he andado por ahí dando la tabarra
con mis teorías para todo lo humano y lo divino. Y todo, cómo no, por ser un
puto desgraciado. Ya lo dijo Larra, con lo joven que era, que ese sí que era
listo: "... pues nunca está el
hombre más filósofo que en sus malos ratos: el que no tiene fortuna se
encasqueta su filosofía, como el falto de pelo su bisoñé; la filosofía es,
efectivamente, para el desdichado lo que la peluca para el calvo; de ambas
maneras se les figura a entrambos, que ocultan a los ojos de los demás la
inmensa laguna que dejó en ellos por llenar la naturaleza madrastra."
Pues
sí, así son las cosas y así conviene decirlas. Lo cual no es óbice, ni
cortapisa, para añadir que, en cualquier caso, y siempre que no resulte en
perjuicio de terceros, todo lo que consuela de los sufrimientos de este mundo,
sea bisoñé o filosofías, o religión que diría Schopenhauer, bienvenido sea y
que dure.
En
fin, si me llegase alguna señal de que alguien lee mis comentarios de vez en
cuando, qué contento me pondría. Y si hacen algún comentario, ya, ni te digo.
viernes 31 de agosto de 2007
El huerto
Quería ir en
bicicleta, pero el viento del norte me ha hecho desistir. Ni siquiera había
llegado al puente que es la salida del pueblo y ya iba echando el bofe. Y
todavía quedaban unos quince kilómetros. No, me he dicho, date la vuelta y
agarra el coche. Había quedado con el vecino de al lado que hoy, por fin, iría
a ver su huerto. "Y yo que me la llevé al huerto..." En esta sociedad
de jubilados jóvenes, en el mundo rural se entiende, el que no tiene un huerto
está perdido. "Aquí puedes hacer un huerto porque, si no, qué vas a hacer
con tanto tiempo", me dijo el otro día el vecino de enfrente al contemplar
el minúsculo patio-jardín que tengo en la trasera de casa. "Sí, algo de
eso tendré que hacer", le contesté mientras pensaba, ¡jo!, con lo que me
está costando sacar adelante este césped , ahora, a mandarlo todo al garete; me
parece que, de momento, quieto parao. Además, ¿para qué? Con tanto hortelano
por los alrededores tengo la nevera, y mira que es grande, que no me cabe ni
una hortaliza, ni una fruta, más. Continuamente llaman a la puerta para
regalarme que si unos pepinos, unas lechugas, unos calabacines, unas claudias.
Los tomates, que es lo que agradecería más, este año vienen tardíos, así que me
fastidio. Total que, entre unas cosas y otras, debo confesarlo, ando con la
tripa un poco suelta. Se ve que todavía no controlo lo de vivir instalado en el
cuerno de la abundancia. Porque eso es lo que es esto. Estos huertos tan
meticulosamente tratados, sobados, mimados, producen a lo bestia, una
barbaridad, de calidad cinco estrellas. ¿Por qué no lo vendes?, le he sugerido
a uno de mis generosos vecinos. Y él me ha contestado con un
"!nahhhh!" despectivo de los que cortan en seco cualquier voluntad de
insistencia. La idiosincrasia castellana he pensado. Como si el afán de lucro
superfluo les degradara el espíritu. Bueno, son mitos, pero quizá quede algo de
lo que les hizo nacer. En fin, resumiendo, que disfrutan con sus huertos y les
cuesta encontrar destino a lo que producen. Y yo con esta tripa, que si no...
sábado 1 de
septiembre de 2007
Ya
no tiene quien le sirva
He subido a la cima de la colina que protege al pueblo por levante. Estoy sentado en la piedra que algún día fue mojón y que alguien ha colocado junto al tronco de la encina centenaria. A mis pies, la vega del Pisuerga con sus álamos en formación y su prolija cuadrícula de rastrojos, alfalfas y girasoles. Más allá, a poniente, hasta un horizonte ilimitado, las suaves colinas que conforman la extensa comarca de La Ojeda. Verdes, más verdes, pardos y, de vez en cuando, como olvidado en la inmensidad, algún toque amarillo: son los girasoles con los que ahora dicen que harán marchar a los coches. A mi derecha, al norte, una tras otra, cada vez más difusas, las estribaciones de la colosal muralla calcárea que nos defiende de las invasiones bárbaras.
Ésta es la Castilla que tanto desprecian allí, de donde vengo de servir al Rey. De Cataluña. ¡Ay, Cataluña, Cataluña! ¿Quién te dijo alguna vez que eras estupenda? Mala jugada te hizo. Te lo creíste y desde entonces no dejaste de pringarla. Hasta que pasó lo inevitable: que pusiste las riendas de los caballos que de ti tiran en las manos de ese pequeño porcentaje de imbéciles, más o menos siempre el mismo, que hay en todas las partes. ¿Y ahora qué? ¿La independencia? Bonito dilema se le presenta al Rey. Y yo ya no puedo servirle. Ya me vine para acá cansado de resistir.
domingo 2 de septiembre de 2007
Hoy estoy contento.
Iba paseando por el campo y he visto lo que no vi ayer en el mismo sitio:
quitameriendas, la colchicum autumnale de los entendidos, esas flores entre el
malva y el rosa -distingo mal los colores-, sin tallo ni cáliz, cuyos pétalos
parecen salidos directamente del suelo. Es como si hubiesen brotado de repente,
en una noche, para que nadie ignore que el verano agoniza. Pues mira qué bien.
Y yo que me alegro. Porque sí, no me importa confesarlo, el verano ya no me
gusta. De niño me entusiasmaba. De joven, también. Luego, cuando dejé de
examinarme por junio, ya empezó a darme igual. De los cuarenta "pa
riba", entre la resignación y el mal rollo. Y ahora, ya de viejo, un
verdadero tostón. Como las Navidades. O la Semana Santa, que de santa no tiene
nada. Como todo, en fin, que te rompe la rutina. La rutina que de tormento, con
los años, pasa a ser bendición. Cosas de la fisiología, supongo.
Así que nada, como os iba diciendo, aparecieron las quitameriendas para anunciar que se acabaron los calores, callaron los altavoces, se fueron los veraneantes con sus fastuosos todoterrenos y sus niños maleducados. Y un sinfín más de cosas buenas que sería prolijo enumerar.
Así que nada, como os iba diciendo, aparecieron las quitameriendas para anunciar que se acabaron los calores, callaron los altavoces, se fueron los veraneantes con sus fastuosos todoterrenos y sus niños maleducados. Y un sinfín más de cosas buenas que sería prolijo enumerar.
Y, de aquí a dos días, los chopos de las riveras empezarán a amarillear. Y todo estará tan bonito y tan en calma que no habrá quien lo pueda aguantar.
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